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  • Eso no es de cobardes —le dijo.

      La sonrisa de Victorino fue cansada, resignada, una de esas sonrisas de cumplido que se esboza cuando se es consciente de que su interlocutor no tiene la menor idea de lo que habla, pero que, aun así, se agradece el esfuerzo por el intento de ánimo.

      El joven no apartó la mirada de sus ojos oscuros cuando la mano de María lo tomó de la mandíbula con la misma dosis de ligereza que de decisión para observar el hematoma de su pómulo.

  • ¿Cómo se lo ha hecho? —le preguntó, aunque intuía la respuesta.

  • Es un recordatorio. Mi padre ha creído conveniente recordarme que no debo enamorarme de usted.

       La reacción de María fue tan inmutable como si acabara de decirle que se había hinchado a dulces.

  • ¿Está enamorado de mí?

  • Aún no, pero podría hacerlo si me sigue ayudando a solventar las deudas de juego que he acumulado en estos dos días. Supongo que esta es la razón por la que me merecía este otro —dijo, señalándose el mentón, el lugar que el almirante había escogido para estampar por segunda vez el anillo con el escudo del apellido Balaguer.

        Definitivamente, y aunque para María ese joven seguiría siendo un niño mimado, el prisma bajo el que lo miraba cambió esa noche al descubrir que, después de todo, a pesar de los lujos, del renombre de su familia y de los privilegios, también era una persona con traumas.

«Jackeline Dankworth y los hermanos Merino» (Día III),

de Mariana Bruma

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