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«Jackeline Dankworth y los hermanos Merino» (Día II),

de Mariana Bruma

  • Por favor, acompáñeme; es importante lo que tengo que decirle.

      Considerando que Francisco acababa de estar con Isa, Jackie concluyó que lo que quiera que tuviera que decirle guardaba relación con ella, y las necesidades de la princesa, las necesidades de su mejor amiga, estaban por encima de todo, por lo que, finalmente, suspiró y se despidió de sus amistades. No obstante, no aceptó el brazo que el médico le tendió y pasó por delante de él.

  • Deje de ofrecer su brazo a las mujeres; pensarán que es amigo de todas ellas o que es usted cojo.

         Francisco sonrió ampliamente:

  • De modo que me estuvo observando —la provocó.

  • No es necesario observarlo como a un cuadro para saber cómo se maneja. Todos hablan de usted, de los suspiros que parece levantar a su paso y de la cuantiosa cantidad de dinero que entre usted y su hermana se llevaron jugando a las cartas.

         De pronto, Francisco se detuvo y comenzó a mover su nariz, olfateando en el aire.

  • ¿Qué sucede? —preguntó Jackie, parándose también.

  • Huelo algo… —dijo, aspirando con un poco más de fuerza.

  • ¿El qué? —quiso saber la joven; su nariz imitó a la del médico, pero olfateando en un gesto más disimulado.

  • Ya está, ya pasó —afirmó, reanudando despreocupadamente su andar y el consumo de su puro—. Lo que apestaba era su envidia.

      Jackie, aún consternada por el trabajo que habían hecho su mente y su nariz por descubrir el olor que había escamado a Francisco, temiendo que se tratara de un incendio, tardó en comprender sus palabras. Muy levemente, sonrió, todavía recelosa por las intenciones que podría estar persiguiendo ese médico, y lo siguió hasta situarse de nuevo a su lado.

  • Imagino que tendrá usted un motivo para haberme alejado de mis amigas con semejante discreción.

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